A mis 28 años, con mis ahorros de abogada concreté el sueño del departamento propio.
Un coqueto 2 ambientes, en Palermo Hollywood, recién empapelado y plastificado. Ya no tendría que lidiar con el contrato de alquiler.
El dueño anterior, también abogado, se mudó a un ambiente para achicar gastos. Medía 1.80, morocho, de ojos verdes, unos 33 años, me resultó muy agradable.
Sentí un incómodo pudor con mi metro cincuenta de estatura y mi cabello electrificado frente a su prolijo corte a cepillo. Era tan atractivo que la electricidad de mi pelo corría por todo mi cuerpo.
Nos reíamos de nuestros nombres: Justiniano Fallos y Norma Legal. ¡Qué excéntricos nuestros padres! Y cómo sellaron nuestras vocaciones. Era culto y tenía un humor como un chocolate suizo, solo para gustos refinados.
Me mantenía la mirada y creí vislumbrar insinuaciones equívocas, casi acoso sexual. Por mi timidez, desvié la vista.
Sentíamos una tensión sexual, sin embargo, nuestros encuentros se suscribieron a la firma de la escritura.
A los 3 meses noté que se levantaban las tablitas del parquet. Pensé que era por el exceso de limpiador en el trapo de piso, y las pegué con adhesivo de contacto. Sin embargo a los 3 días, la situación empeoraba, se volvieron a levantar desde el pasillo hasta el comedor.
El empapelado del corredor comenzó a levantarse. Estaba lleno de moho.
A los 6 meses comprendí que el departamento estaba maquillado y el simpático propietario me lo había vendido con vicios ocultos.
Inicié una demanda en causa propia por daños y perjuicios y solicité dos medidas cautelares: un perito ingeniero de oficio y el embargo de los bienes del demandado.
Le demostraría a este sujeto cómo comportarse con una colega. Si me trató como un juguete le mostraría cómo se juega.
En la contestación de la demanda negó todos y cada uno de los hechos y le corrió traslado a mi corazón. Opuso excepciones. ¿Por qué entablaste tan dura demanda? ¿Acaso no cabe en tu corazón un recurso extraordinario? Me asombró su obsesión por las palabras precisas.
Contesté las excepciones y exhorté mantener un cauce ético y mantener una distancia prudente. Lo llevaríamos al caso por lo contencioso.
Formuló una apelación: Apelo a tu amor, decía. Iura movit curia.
Me enamoró como explicaba la diferencia entre nulidad y anulabilidad.
Me excité. Dejé nota en el juzgado para dejar constancia de mis emociones.
EL juez instruyó la apertura a prueba.
Las audiencias probatorias fracasaron innumerables veces porque el perito no aportó la documental y los testigos no comparecían.
Tras tanto litigio, desestimaciones y sobreseimientos, Justiniano presentó una extraña prueba confesional: mi amor no está sujeto ni al plazo fijo, ni a la prescripción. Pídeme todo, pero no el archivo.
El juez vislumbró asuntos no resueltos. Ordenó una audiencia de conciliación.
Me llamó por teléfono y preguntó encantador:
-¿Puedo invitar a tomar algo a una abogada estresada?
Lo deseché por notoria improcedencia.
-Te quiero con presunción iuris tantum -afirmó seriamente.
-Puede desvirtuarse con una suficiente actividad probatoria –refuté.
-In dubio pro reo –insistió.
-¿Qué garantías me das?
-Sé que la documental no llegó a cumplirse, pero debes reconocer, al menos, que en la confesional
mis sentimientos fueron más claros que nunca. Casi diría que hicieron plena prueba.
-No es ético – musité.
-El amor no tiene leyes, Norma.
-Y el Derecho no tiene amor, doctor. La costumbre así lo indica.
-Veremos que dice la jurisprudencia, doctora. Sos la jurisprudencia que da luz a mi sentencia.
Mi mente y mi corazón entraron en un conflicto de intereses.
-No me importa tener justo título, si puedo ser precario en una de tus noches –dijo.
Sus palabras bajaron a mi entrepierna.
Bebimos hasta perder el juicio.
Dictaminamos que amor sin sexo es como abogacía sin litigio o cerveza sin alcohol.
Vivimos los hechos conducentes del deseo que en definitiva, nos permitieron la apertura a prueba.
Fijamos audiencia de conciliación en mi domicilio legal.
Me silenció con el emplazamiento de sus besos. Ad effectum vivendi et probandi me arrancó la blusa.
Siguió las evidencias de mi ropa interior hasta la cama.
Me besó la espalda desde el cuello hasta la constitución mientras confesaba los delitos que cometería con mi cuerpo.
Hicimos el amor con uso y disfrute delicioso entre tratados y expedientes.
Sus argumentos llegaron a mi pubis.
Mi exposición a su miembro enhiesto.
Jugamos con palabras de amor:
“Mi recurso de amparo”, decía él ;
“mi tribunal de casación”, decía yo;
“Mi única instancia; mi unificador de sentimientos”; susurró;
“Mi dulce exhorto, Mi notificación válida”, respondí;
“Mi posesión legítima, aunque viciosa”, agregué;
Mi sentencia favorable y definitiva, remató.
Nos revelamos nuestras historias, En el amor como en los litigios se deben conocer los antecedentes. . “Tuve un tercero interesado, fiscal de mi acné juvenil”, confesé.
“Yo un amorío del pasado ya es cosa juzgada y por ende inapelable. Ya lo determinó la Corte”; me tranquilizó.
“No me importa no haber sido tu primer instancia, sino la última”, afirmé.
Y así exploramos nuestras geografías secretas.
Como en el sexo y el derecho es indispensable la pasión; para analizar la naturaleza jurídica del derecho creado, nos amamos lentamente, como si fuera un trámite judicial.
Nos tomamos nuestro tiempo, para no sentenciar de inmediato, si el asunto es un incidente o es un tema de fondo.
Bajo el amparo de sus brazos, el recurso de mis senos y los cuerpos del delito acordamos presentar ante el juez el siguiente acuerdo de voluntades para homologar:
A vuestra Señoría respetuosamente decimos:
Que nosotros Justiniano Fallos y Norma Legal somos las únicas partes;
que nuestro proceso durará toda la vida;
y que el corazón, su señoría, el corazón;
el corazón… no se embarga.